viernes, 23 de febrero de 2007

A PERRA GORDA LA DOCENA

Dicen que el carnaval se lleva nuestros sueños, que los guarda en el fondo de su alma y que sólo si crees en él los despierta y te los regala y eso precisamente me sucedió a mí, una lluviosa y melancólica tarde de otoño.
Ordenaba yo unas cosas cuando apareció mi querida caja de música. Cabe en ella toda una vida, y duermen allí desordenados con olor a tiempo mis secretos y deseos. Al azar, cogí una vieja fotografía en la que ponía "Águilas, Febrero de 1932. De repente, bailaron en blanco y negro al ritmo de una tierna y conocida melodía, todos mis recuerdos: estoy yo sentada entre cajas de cartón, en la puerta del Casino, bajo un gris y bello atardecer muy abrigada, hizo frío aquel carnaval. Hay a mi alrededor, un pierrot y un arlequín, princesas, piratas, mosqueteros, patinadoras rusas, y hasta una murga ¡Cuánta imaginación me dieron y cuántas risas les vendí! Los estoy mirando con aquellos ojos de niña, refleja en mi cara, deseo y admiración. Yo ansiaba ser como ellos, bailar en el salón de los espejos vestida con ese maravilloso traje y collares, pero...era otro mi carnaval. "¡A perra gorda la docena!", gritaba herida mi alma, ¡cómo caen sobre mí los recuerdos! Cogí otra fotografía, curiosamente del mismo año; es de un grupo de bellas mujeres, todas disfrazadas de chaleston, trajes de seda blanca y dorada cuajados de nacaradas y brillantes perlas, largos flecos y collares. Súbitamente, no puedo dar crédito a lo que ven mis ojos. Sin parpadear, entre incrédula y atónita, la vuelvo a mirar, en medio de todas ellas estoy yo, disfrazada y feliz; pero esto no es posible, yo nunca estuve allí. Y en un misterioso instante, el pasado y el presente se dan la mano y suavemente me invitan a bailar, al son de la música que suena en el baile del salón de los espejos. Es todo tan real, que noto como golpean contra mi piel las frías y blancas perlas, siento el calor de la gente, sus risas, como vibra el suelo y mi corazón, siento ese dulce olor a fruta y canela y hasta soy capaz de oír a lo lejos mi propia voz: ¡A perra chica la docena!. Y bailo feliz con ese ansiado carnaval que yo siempre había soñado. Creí en él, y al cabo de los años, me hizo el mas maravilloso regalo que yo pudiera imaginar: me dio mis sueños.
Y hoy, cuando ya cae la tarde, no me duelen los recuerdos, son mis lagrimas de felicidad. Con un fuerte suspiro lleno de esperanza, vuelvo a mirar la fotografía; sigo estando allí, la abrazo fuertemente contra mi pecho, intentando con ese gesto que no se borre jamás, y aunque así lo hiciera nunca lo haría en mi corazón. Gracias por esta tarde y por aquella de 1932.

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